Venta de utopías

A la inseguridad se suma el desconocimiento o la ignorancia voluntaria sobre los temas que ponen en jaque la capacidad del gobierno. Las maras.
Mientras las maras se propagan por el continente americano, en Argentina, la ignorancia sobre el tema es alarmante.
Como si para los funcionarios, el problema de la inseguridad solo existiese en la retórica y no en la práctica. Mencionar el tema para que la población crea que se trabaja exhaustivamente sobre el.
Sin embargo, la realidad demuestra lo contrario.
Porque de investigar los hechos delictivos que se producen en lo cotidiano y que en la mayoría de los casos siempre conllevan una víctima fatal, la reiteración de los mismos no tendría cabida.
No existe un plan de prevención como tampoco una toma de conciencia.
Ni siquiera el hecho mortal de La Matanza decretó un estado de alerta máxima.
Recordemos que en ese partido apareció la primera célula de la Mara Salvatrucha en Argentina. Su líder, apodado “lagrima”, tenía todas las características de un marero ligado al crimen organizado.
Esa clica, fue la autora material e intelectual del homicidio de la joven de 22 años, Eugenia Ledesma.
Uno de los responsables, con antecedentes penales, fue liberado por falta de pruebas y emprendió su huída a algún país en el cual, las maras, son mucho más que un estado embrionario o un comienzo.
Es decir, tanto en Centroamérica como en otros países del hemisferio sur, la problemática del narcoterrorismo es feroz y ya ha devorado generaciones.
Por su parte, en otros lugares, el problema adquirió otros matices y las responsabilidades son atribuidas a la exclusión social.
No obstante, los hechos de la vida cotidiana demuestran, por ejemplo, que en Argentina la gravedad se complejiza e incrementa.
El accionar de grupos comando es una modalidad delictiva que ha vuelto a tomar vigencia en los últimos meses. Razón por la cual, creer que los excluidos, parias o desafiliados pueden ser los causantes del crimen a gran escala, es banalizar la situación.
Es desconocer el problema, o bien, ignorarlo voluntariamente. Como hizo la senadora y candidata a presidente Cristina Fernández con los problemas étnicos y culturales que atraviesan el continente y que han eclosionado en Argentina.
Fundamentalmente, en las afueras de las provincias de Córdoba y Chaco.
Allí, la desnutrición y el pauperismo son protagonistas de un paisaje que revela, por un lado, la desidia de las mentalidades gubernamentales; por otro lado, la falta de educación de varios sectores de la población y por último, los cambios que no llegan, las promesas incumplidas y la falta de lazos de solidaridad que brinden contención a las tantas poblaciones aborígenes que por sus creencias no se insertan en esta sociedad moderna y contemporánea.
Sucede, que relegados y excluidos también forman parte de nuestra realidad. Conforman un círculo que se agranda y del que se vale el oficialismo. Porque le son funcionales.
Son funcionales para decir que por ellos existe la inseguridad y son funcionales para declarar, gloriosamente, que cada vez, hay menos pobres. El razonamiento adolece de sentido.
De haber menos pobres debería entonces, haber menos inseguridad.
Y no es precisamente eso lo que se observa. Al contrario.
El delito aumentó no solo en el Conurbano sino también, en la Capital Federal.
Desde asesinatos hasta tráfico de drogas.
La perversa moda del paco, las zonas liberadas y los niños en riesgo son algunos de los condimentos de una Argentina que según dicen, comenzará un proceso de transformación.
Entonces, mientras el gobierno que solo defiende los derechos humanos de los desaparecidos se toma su tiempo, el riesgo social se agudiza.
Las mafias encuentran un espacio propicio para la comisión de ilícitos y las maras dan sus primeras señales en un país en el que el gobierno de turno tiene una amplia capacidad selectiva en materia de prioridades e indiferencia.
Y al tiempo que el mundo nos pasa por encima, la cultura de conflicto persiste y el choque de costumbres habilita el retorno de las tribus urbanas con más potencia para confundir aún más, la diferencia entre estas últimas, las pandillas y las maras.
Ahora bien, la preocupación por los temas que aquí no preocupan, o bien, movilizan parcialmente, en países tales como Honduras, son ampliamente estudiados y abordados en una concordancia práctico discursiva.
Se busca solucionar el problema y se expone el estado de situación en los medios de comunicación sin vender simulacros.
Tanto es así, que datos recogidos del Diario La Prensa de Honduras, revelan que unos 400 mil menores de 18 años trabajan para sobrevivir.
“Son sometidos a la explotación laboral y las ONG aseguran que unos 150 mil adolescentes han sido reclutados por pandillas.”
También muchos han sido coptados por el crimen organizado para recibir adiestramiento militar de pequeños.
En Guatemala por ejemplo, la envergadura que han tomado las maras en materia de tácticas y estrategias, dan cuenta que atrás quedó el terror por las pandillas juveniles.
Muchos integrantes sobrepasaron las pandillas para adquirir más poder. Para ello, entablaron alianzas con los carteles de la droga y con ex integrantes del ejército Kaibil.
Quienes encontraron en ese mundo, mayor remuneración que en la milicia.
Finalmente, los argentinos somos rehenes de una tendencia sostenida de resentimiento.
Espectadores de los sucesos de barbarie que se producen en el marco de un absurdo “progresismo” que solo existe en el imaginario de quienes compraron un pasaje hacia un extraño concepto de liberación. Y subidos a la caravana de un Chávez demente, el oficialismo se dedica a culpar a la oposición y los medios de todas sus falencias.
Frente a eso, los peligros se apoderan de la población, convirtiéndonos en sujetos sujetados a una venta de utopías cuya génesis, es perpetuarse en el poder.

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